
Un sol cegador entra a raudales
cuando la esclava y curandera Josefina descorre con energía los cortinones.
Fuera, en ese luminoso abril de 1655, la ciudad colonial de Santo Domingo rebosa un bullicio y una
alegría que no se respiran en la habitación en penumbra donde se refugia
Catalina de Montemayor y Oquendo. Pero ¿qué sabrá la criada de esta joven que
vive en silencio, sumida en sus recuerdos, desde que llegó a la isla de La
Española? ¿Qué historia guarda para sí? Una historia que arrancó en
Sevilla, en 1638, cuando Catalina, entonces una niña, y su madre Isabel de
Oquendo, hija y nieta de almirantes vascos, se embarcaron en un galeón para
reunirse en el Nuevo Mundo con un padre y un marido al que no veían desde hacía
años. El destino quiso que terminasen en Londres, retenidas a la fuerza. Una historia que prosiguió en Oak
Park, la Casa del Roble, propiedad de los Leigh, donde Catalina fue acogida
como una más y encontró al mejor compañero de juegos posible: Piers, el hijo
menor de la familia. Juntos habían buscado a los fantasmas que, se decía,
recorrían la mansión las noches de luna llena. Juntos se habían escapado a la
cercana ensenada, desde la que se divisaba una mar abierta, indomable, por la
que ambos soñaban navegar algún día. Y juntos habían crecido, hasta que una
guerra fratricida los separó. Con una prosa cautivadora y un
ritmo imparable, Mar abierta nos sumerge en la apasionante historia de dos
niños que prometieron estar juntos para siempre, en una mansión llena de
pasadizos y secretos en la Inglaterra de Carlos I Estuardo, en una guerra
cruenta que dividió un país y sus familias, y en un Caribe infestado de
bucaneros y corsarios donde algunos hombres no olvidaban lo que significaba el
honor.

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